“La cajita Infeliz, un viaje marxista a través del capitalismo” E. Sartelli.
El castillo.
Las mercancías llegan al mercado ya producidas, listas para consumir. Para entender cómo es que han llegado hasta allí hay que meterse en un tipo específico de organizaciones donde ellas se producen, comercializan y financian: la empresa capitalista. ¿Qué es una empresa capitalista, es decir, la base material sobre la que surge esa clase particular de personas que llamamos burguesía? En principio, una empresa es cualquier asociación de personas que busca realizar un fin cualquiera y las relaciones que establezcan pueden ser de cualquier tipo. En este sentido es empresario todo aquel que “emprende” algo. Una empresa capitalista, sin embargo, tiene un fin preciso: obtener una ganancia. Y está constituida también por un tipo de relaciones diferentes; relaciones que son, por supuesto, asalariadas. En una empresa capitalista existe un centro de poder efectivo —la propiedad—, poder que se ejerce sobre quienes son los productores directos, es decir, sobre los trabajadores, en forma inmediata o en forma mediatizada. Cuando la empresa tiene poco volumen, los patrones están presentes, como sucede con todo negocio familiar, una panadería de barrio (de un barrio grande, claro), por ejemplo. Su poder es directo y por lo general se expresa no sólo como propiedad, sino también como superioridad técnico-industrial: toda la familia trabaja allí, los empleados son pocos y el que sabe cómo se hace todo lo que se hace (todas las variantes infinitas del buen pan, como corresponde a una buena panadería) es el padre de la familia. Si bien se trata de una empresa pequeña, este tipo de estructura suele mantenerse cuando el negocio ha tomado un volumen aún mayor; cuando, por ejemplo, la familia del patrón ya no trabaja y el número de empleados ha aumentado notablemente, algo así como una panadería casi industrial que ya no vende al público sino a otras panaderías. A medida que el tamaño crece, el patrón comienza a desarrollar actividades más y más alejadas de la producción, tornándose su presencia algo aleatorio, perdido en la cima de una jerarquía burocrática que debe construirse para poder mantener el control del gigante en desarrollo. Ya estamos en una panificadora hecha y derecha y es probable que su dueño ni sepa cómo se hace el pan, aunque se empeñe en garantizar con su nombre la calidad del producto. Esta parte de la empresa, esta ala del castillo —digamos, la administración—, es la que más se ve: los oficinistas, las secretarias, los gerentes y, detrás de todos, el jefe. Si la empresa es realmente grande, este jefe no es todavía el dueño mismo de la empresa sino un empleado con tareas de mando y administración; un gerente. Habrá que ir a la cabecera del directorio para encontrar al titular de la propiedad. Aquí, en este punto, nos encontramos con empresas “de verdad”, es decir, aquellas que constituyen realmente el corazón del sistema capitalista. Estas empresas son hoy entidades gigantescas. Pequeñas, grandes o muy grandes, todas las empresas capitalistas deben regular el tamaño de su aparato administrativo (el mecanismo a través del cual se ejerce el poder de la propiedad), al del sistema productivo sobre el cual descansa. El tamaño de la administración depende, entonces, del tamaño de la producción. Un panadero de barrio se contentará con una libreta y un lápiz en la oreja, mientras una multinacional requerirá ejércitos de empleados y complejos e informatizados sistemas contables. Como del mundo de la producción, o sea de las mazmorras del castillo del Conde, hablaremos más adelante, sigamos aquí describiendo otros aspectos de esta extraña institución que es la empresa capitalista. En principio, ¿qué hacen, concretamente, las empresas? Una sola cosa y de todo al mismo tiempo. El único motivo de una empresa (capitalista) es obtener ganancias. Eso es lo único que realmente hace una empresa (capitalista). Pero la enumeración de las actividades concretas a las que esta vocación devoradora se aplica generaría una lista poco menos que infinita. El sistema capitalista se caracteriza por mercantilizar absolutamente todo, por lo que se pueden encontrar empresas dedicadas a las cosas más absurdas. Yo mismo trabajé (en realidad, sólo duré un par de días) en una empresa que vendía medicina pre-paga para perros. Iba casa por casa señalando los servicios que se dispensaban por una módica cuota mensual: vacunas, servicio de urgencias, lavado, cuidado durante las vacaciones, etcétera .La carta ganadora, el punto con el cual rematábamos a los indecisos, era el servicio de book: si un dueño de perro cariñoso y en edad de merecer, como decía mi abuela, quería ayudar a que su mascota desarrollara su pasión erótica con algún pichicho que considerara a su altura, la empresa le acercaba un álbum con fotos de galanes y/o divas del universo canino a disposición. Los fines debían ser serios, por supuesto. Algún lector objetará que no tiene nada de absurdo, pero recuerde primero que estamos en un mundo en el que la inmensa mayoría de los seres humanos vive al filo de sus condiciones de vida, alimentándose con las sobras de lo que ningún dueño de perro cariñoso y en edad de merecer, como diría mi abuela, daría de comer a su “Colita”, “Frufrú”, “Titán” o “Chuleta” (no se rían, mi perra se llamaba Chuleta). Seamos honestos también: esta empresa no le hacía mal a nadie… Las hay dedicadas a muchas peores cosas como la compra-venta de bebés, el turismo sexual con prostitución infantil incluido, el tráfico de armas, los laboratorios farmacéuticos… (ponga el lector todos los etcétera que quiera). Todo lo que pueda dar ganancias da lugar a una empresa (capitalista). No obstante la inmensa variedad de empresas existentes, se puede intentar una clasificación según actividades generales, es decir, según se dediquen a la producción, a la circulación, a las finanzas o las rentas. Vamos una a una. Las empresas dedicadas a la producción pueden especializarse en cualquier tipo de producto, pero siempre se trata de “fabricar” algo: un bien físico, material o inmaterial, un objeto, o un servicio. Todo lo que se “produce” implica la creación de un valor. Una automotriz es una empresa productiva porque produce autos. Un circo es una empresa productiva, produce “diversión” (por lo menos para mi hija, porque lo que es a mí los circos siempre me han “producido” una desagradable sensación de decadencia). Pero producir algo en condiciones capitalistas implica ponerlo en el mercado, es decir, al alcance del consumidor. En consecuencia, la creación de una mercancía no termina hasta que está en la góndola, con lo cual, una empresa de transporte es una empresa productiva, produce traslación. Un prostíbulo con prostitutas o prostitutos asalariados es una empresa productiva, produce placer sexual (si es que eso se consigue en un lugar así, dinero mediante…). Pero ninguna empresa capitalista puede dar por terminada la cuestión cuando ha colocado en la góndola la mercancía. Todavía hay que hacerla circular, es decir, debe cambiar de propietario. Cuando la propia empresa productiva no tiene un sector comercial propio, debe conciliar con alguna otra especializada en esa función, la de la circulación de la mercancía. Es así como aparecen las empresas mercantiles, es decir, dedicadas al comercio. Son empresas que no tienen por función crear valor sino hacerlo, una vez más, circular: una cantidad de valor bajo la forma mercancía debe pasar al comprador, que entregará bajo otra forma, bajo la forma de dinero (ya sea moneda reluciente, etcétera, etcétera), una proporción de valor equivalente, porque las mercancías se intercambian siempre por su valor. Las empresas comerciales, entonces, no producen valor alguno, sino que gastan, consumen una parte del valor producido por las empresas productoras. Gran galimatías, porque esto parece contradecir el sentido común acerca del mundo empresario donde todo “negocio” es producción. ¿No? Pero aún no termina el arco de las posibilidades empresarias bajo el capitalismo. Todo capitalista precisa créditos. Pedir un crédito significa hacer una promesa: dame valor que yo lo pondré en producción (si es una empresa productiva la que pide) o en consumo de valor producido (si el que pide es un comerciante). En cualquier caso, la promesa incluye una perspectiva de futuro: con lo que me prestaste, crearé (o consumiré) suficiente, valor como para devolverte lo prestado con un plus, un interés. Dicho en un lenguaje que todavía no dominamos lo suficiente, pero al que hay que ir acostumbrándose: el crédito es una promesa de producción (directa o indirecta) de plusvalía futura. En consecuencia, el sector financiero cumple la función, absolutamente necesaria, de adelantar la plusvalía a unos (los que prometen, a cambio, producir más valor), tomada a otros (a los que a su vez se les prometió que si entregaban su plusvalía sobrante, es decir, no puesta en producción, se les devolvería a su debido tiempo con un plus, un interés). El sector financiero es un reciclador de plusvalía: se la toma a los que les “sobra”, y se la entrega a quienes les “falta”. Entre ambas transacciones hay “plus”: el que el banco le promete al que le “sobra”, y el que le promete al banco. Va de suyo que el chiste de todo banco es darle al primero una promesa menor que la que recibe del segundo: al primero le ofrece un interés más bajo que el que le exige al segundo. Los bancos tampoco “producen” nada, sino que se limitan a reciclar el valor excedente del sistema, quedándose con una porción como retribución (que los bancos, igual que las empresas comerciales, no “producen” nada es hasta cierto punto falso, pero no es este el lugar para tales sutilezas). Pero aquí no termina la cosa. Porque todavía falta hablar del rentismo. Para muchos autores, incluso para algunos marxistas, el rentismo es un fenómeno externo al capitalismo, una especie de rémora feudal. Sin embargo, el rentismo es una consecuencia lógica de la mercantilización general de la vida humana, o sea, del hecho que todo se compra y se vende y todo es, por lo tanto, pasible de ser “privatizado”, transformado en propiedad privada. Y todo lo que puede ser transformado en propiedad privada sólo será de acceso público, es decir, sólo podrá ser utilizado por otros que no sean su dueño, si éste lo permite, si algo es recibido a cambio. Ese “algo” es la renta, el pago por el permiso de utilizar lo que pertenece a otro, que no cede su propiedad en forma absoluta sino en forma relativa, para su uso temporalmente limitado. Un rentista es, entonces, no alguien que crea valor sino que se lo apropia en virtud del derecho que funda la sociedad burguesa, el derecho de propiedad. En última instancia, el rentista es el resultado de una contradicción propia de la sociedad capitalista; la contradicción entre la acumulación de capital y la propiedad privada. ¿Por qué contradicción? Porque el capitalista productivo, aquél que crea el valor con el que se sostiene todo el edificio burgués, debe entregar parte del valor producido a alguien que no produjo nada —y que es, en sentido estricto, un parásito—. Veamos el ejemplo siguiente: alguien que posee un terreno fértil. La tierra, como medio de producción, carece de valor. No tiene valor porque no fue hecha por trabajo humano. Estaba allí y alguien, por algún medio se la apropió. Ahora llega el capitalista productivo y pretende arar y sembrar. El dueño, paradito en la tranquera le dirá: nones… vale tanto por tanto tiempo. Es una actitud legal y perfectamente comprensible: ¿por qué voy a ceder mi propiedad a cambio de nada? El capitalista productivo dirá: porque vos no hacés nada con ella. ¡La sociedad puede morirse de hambre y vos muy campante, tranquera en mano! El terrateniente, sueltísimo de cuerpo, contestará que de todos modos la tierra es suya y punto. Atrapado por la institución que lo creó —la propiedad privada—, el capitalista productivo tendrá que ceder si quiere iniciar la acumulación de capital. Pero la inicia regalando al parásito algo que no se merece. Este principio es válido para cualquier cosa que sea monopolizable, es decir, que no pueda reproducirse ad infinitum. Nadie puede monopolizar las empanadas porque cualquier persona puede hacerlas en su casa. La empanada, con todo lo rica que es, sobre todo si es salteña, no es una buena fuente de renta. Pero sí la tierra, las localizaciones (todo aquello que actúe como lugar físico o virtual, desde un terreno bien ubicado, un departamento cercano al centro o un sitio en Internet), las fuentes petrolíferas y las cuencas mineras en general, el agua (sí, hay una “renta acuática”), el espacio aéreo (los “caminos” del transporte aéreo), etcétera. Y, por supuesto, hay empresas dedicadas a la obtención de rentas; las inmobiliarias son un ejemplo obvio. Pero uno un poco más curioso lo constituyen los shoppings e hipermercados. Efectivamente: muchos hipermercados viven de alquilar las góndolas a las empresas productoras, cobrando según la ubicación y el tamaño del exhibidor. Todas estas actividades, la producción, la circulación, las finanzas o el rentismo, pueden dar lugar a la creación de empresas, instituciones dedicadas a generar, distribuir o apropiarse parcialmente del valor. Como ya dijimos, existen empresas para todo; empresas de empresas (como las “incubadoras” de emprendedores) y empresas que asesoran, vigilan, espían o califican a empresas de empresas. Todo lo que puede ser producido y/o apropiado es objeto de acción empresaria capitalista. Pero, se dedique a lo que sea, toda empresa requiere la existencia de un dueño, un propietario, patrón o jefe, y de obreros asalariados. De modo que cualquier quiosquito, no atendido por su dueño sino por un empleado, es una empresa capitalista. Va de suyo, sin embargo, que no son estas empresas las que nos preocupan, por muy interesantes que puedan ser o importantes para otro tipo de análisis. Lo que atrapa nuestra atención no son estos reductos de vampiritos inofensivos (mosquitos, en realidad), sino los grandes castillos donde moran los señores de la noche. Vayamos al grano, entonces. ¿Cómo son las grandes empresas capitalistas actuales? Para empezar, son grandes, muy mucho (como decía mi hija cuando era niña). Veamos algunos ejemplos sencillos. Si usted se lava con jabón (tenía una tía que usaba siempre detergente), probablemente tendrá entre sus manos ese con el cual se aseaban “nueve de cada diez estrellas”: Lux. O tal vez prefiere Dove, si la capturó la publicidad esa donde varias mujeres cuentan cuán seguras se sienten ahora gracias al producto que lleva este nombre. Tal vez utilice los resultados del Elida Pond’s Institute para lucir más bella, o los “verdes” de Granby para lavar la ropa (nunca supe bien para qué servían esos triangulitos ridículos que hablaban con voz de niño engripado). En este último ramo tiene para elegir todavía Ala (¡qué blancura!) o Skip (¡cuánta ciencia!). Probablemente esos jabones en polvo le sirvan para limpiar las manchas de tomate Cica o las de las hamburguesas Good Mark. Haga lo que haga, sin embargo, usted estará comprándole siempre a la misma empresa: Unilever, la octava empresa europea en facturación, y la número 38 a nivel mundial. Según datos de 1997, ahora quién sabe si este ejemplo sirve, Unilever facturaba cerca de 50.000 millones de dólares (lo anoto así porque resulta tedioso escribir diez ceros). Cincuenta mil millones es una cifra equivalente a cerca de un tercio de la deuda externa argentina. Es decir, si la empresa que ocupa el lugar 38 en el mundo donara toda su facturación de un solo año a nuestro país, la deuda externa se reduciría a un 60%, más o menos. Y dado que podríamos exigir una pequeña quita, virtualmente estaríamos a mano. Supongamos que usted no quiere lavar la ropa y ya se bañó. Cuando yo era chico, tenía asociada la idea de que bañarse era una obligación que uno tenía cuando iba a San Miguel, que es la ciudad a cuya vera yo me crié. “¿Para qué me voy a bañar si no vamos a ir a San Miguel?”, le preguntaba a mi mamá quien, invariablemente, me mandaba bajo la ducha, no sin gritos de por medio. Pues bien, si usted es como yo; es decir, si se baña para salir, estará ya preparadito, llave en mano, para partir a un fast-food, porque los chicos hoy deciden todo, qué se le va a hacer. Entra a Burger King, come lo que puede y cuando sale, camina por Florida o Lavalle y se compra, como para resarcirse un Johnnie Walker o un vodka Smirnoff. Como usted se parece a mí, compra también un Cinzano para tomárselo con su padre el fin de semana, con una picadita. Vuelve a su casa, enchufa a su hijo al chupete eléctrico (el televisor), convence a su madre de que lo aguante un rato y vuelve a salir con su mujer, esperando ahora algo de tranquilidad y ese poco de intimidad que da caminar despacio, tomados de la cintura por la ciudad que se duerme. Entra entonces en el Guinness Pub y charla de esto y aquello, mientras toma cerveza (Guinnes, por supuesto). ¿Y a la salida? usted se mira la pancita pero, y bueno, un día de vida es vida: volvamos comiendo un Häagen Dazs… ¿Le espera un fin de semana con empanadas La Salteña? ¿Algún vinito, un Navarro Correas puede ser? Peso más peso menos… Mire que ya gastó bastante. Sin embargo, todo lo que gastó fue al mismo bolsillo (por lo menos al momento de escribir esto), el de Diageo, la compañía británica que es la primera empresa de bebidas alcohólicas del mundo y la séptima de la industria de la alimentación. Factura por año una cifra equivalente al presupuesto nacional argentino, o sea, 22.000 millones de dólares. Digamos que si Diageo regalara un año de facturación, desaparece el déficit fiscal por varios años. No le pidamos tanto; con las ganancias de un año de Diageo (3.000 millones de dólares) alcanzaría para cubrir las necesidades elementales de varios millones de compatriotas y sobraría plata. Mire que todavía no dijimos nada. Hacia 1996 el PBI de Argentina se acercaba a los 300.000 millones de dólares. De dólares uno a uno. Hoy día mucho menos. Todo lo que hacíamos los argentinos en un año como 1996 alcanzaba apenas a igualar a un par de multinacionales: General Motors y Ford sumaron ese año una facturación de 305.000 millones de billetes verdes. IBM facturó el mismo año cerca de 72.000 millones, o sea, un 25% del PBI argentino con ese dólar a precio ficticio. A octubre de 1998, Microsoft tenía una valuación de mercado de 260 mil millones de dólares, es decir, casi tan grande como nuestro producto bruto interno. Otra vez, a precio de dólar ficticio, convertibilidad mediante. Así que si usted quiere obtener cifras más realistas y actualizadas, multiplique o divida, según corresponda, por 3, según el cambio postdevaluación. Si Wall Mart pusiera todos sus locales en Rosario, La Plata o Córdoba, tendría que emplear a todos los habitantes de la ciudad, aun a los recién nacidos, porque su nómina salarial monta un millón de empleados en todo el mundo. Y su facturación anual supera la deuda externa argentina. Tenga en cuenta que el país de los adoradores de Maradona no es precisamente uno de los pequeños. No. Las grandes empresas actuales son grandes, muy grandes; no tiene sentido abrumar al lector con cifras y datos que quedarían siempre atrasados, porque la oleada de fusiones de la última década se acelera todos los días, haciendo que el tamaño de las empresas gigantes hoy, parezca pigmeo mañana. Es más, dados los cambios permanentes de propiedades entre empresas y grupos, es casi seguro que todos los ejemplos que acabo de darle estén atrasados. ¿Un último datito? De las 100 mayores economías del globo, 51 son corporaciones y 49, países. Además de grandes (nunca se enfatizará lo suficiente cuánto lo son) son internacionales, muy internacionales, multinacionales. Veamos Toyota, la empresa que protagonizó el boom japonés de los 70 y que llegó a estar tercera en el ranking mundial de las automotrices, tenía, a octubre de 1996, tres veces más plantas en el resto del mundo que en Japón (36 contra 12). Fabricaba dos millones de unidades en su país de origen, un millón en América del Norte, unos cuatrocientos mil en Europa y otro tanto en el resto de Asia. En América Latina, Medio Oriente y África promediaba 130 mil autos por región. Un total de 48 plantas de producción en 27 países distintos. Sin embargo, si hemos de hablar de “globalización”, ningún ejemplo es mejor que McDonald’s. Hacia 1997 el payaso Ronald atendía a más de 35 millones de personas por día en sus más de 21.000 locales en 101 países. Semejante presencia le ha permitido convertirse en índice de la inflación mundial: en la medida en que una hamburguesa se hace más o menos en idénticas condiciones técnicas en todo el mundo, tenemos por fin un denominador común, un patrón de medida para la evolución universal de los precios. ¿Diremos algo más sobre la internacionalización de las empresas si diéramos algún dato, siempre atrasado, sobre la cantidad de computadoras en el mundo que corren bajo Windows? Por lo mismo que son grandes (otra vez, nunca se enfatizará lo suficiente cuánto lo son) y multinacionales (enfatice el lector, por favor), dominan porciones enormes de mercado; son verdaderos ejes de la producción mundial. La tecnología de una sola empresa de informática, Sun Microsystems, da curso al 80% del tráfico por Internet, según cuenta ella misma en avisos publicitarios. Piense el lector sobre la importancia que se le asigna a la red y tendrá una idea del poder que esto significa. ¿No le dice mucho porque a la computación no le da ni la hora? Bueno, hay para usted también: el 60% del mercado mundial de neumáticos estaba en manos de 3 compañías (y no hace falta que las nombre porque las conoce cualquiera que sepa lo que es un auto). Pero yo soy argentino… también tengo. la mayor productora mundial de caños para petróleo es hija del río de la Plata: Techint. Muchas veces, las empresas dominan un mercado no por la vía simple de producir mucho en un solo lugar, sino por reunir en un solo producto lo producido en muchos lugares. Robert Reich, de quien hablaremos más adelante, da el siguiente ejemplo: cuando un norteamericano compra un Pontiac Le Mans, paga unos 10.000 dólares. De los cuales 3.000 van a Corea del Sur, donde se monta el automóvil; 1750 van a Japón, por los motores y los instrumentos electrónicos; 750 terminan en Alemania, en concepto de diseño y proyecto; 400, a Taiwán, Singapur y Japón por los componentes más pequeños; 250 a Gran Bretaña por marketing y publicidad y unos 4.000 a los funcionarios del capital en Detroit, los abogados y banqueros de Nueva York, a los lobbistas en Washington, las aseguradoras y los accionistas. Lo que esto significa, si es que es necesario aclararlo (aunque usted ya se dio cuenta de que soy de hablar mucho), es que cualquiera de estas empresas constituye una columna que sostiene la producción mundial o, lo que es casi lo mismo, la vida sobre el planeta. Para controlar semejante conjunto han desarrollado una gigantesca burocracia interna, son fenómenos altamente burocratizados. Esa estructura está al servicio de un doble flujo vital: hacia arriba, la información; hacia abajo, las órdenes. Cualquiera de las empresas de las que venimos hablando tiene un organigrama complejo que se extiende desde la cúpula, donde normalmente se encuentra el directorio de la empresa. El directorio suele reflejar la estructura de la propiedad; en cada uno de sus asientos se ubican, según un orden dado por la importancia en la participación accionaria, desde los accionistas individuales más importantes (o lo que es más común, un delegado), hasta los representantes de los grupos de inversión que detentan la representación de sus miembros, pasando por los funcionarios de los bancos que tienen fuertes acreencias en la empresa. También se sientan allí una serie de personajes extraños, como ex miembros de gobiernos o de las fuerzas armadas (algo muy común en empresas que hacen negocios con el estado), e incluso los representantes sindicales, cuando la empresa tiene un porcentaje de acciones en manos de sus empleados. Aun las empresas más personalizadas y donde el principal accionista (identificado popularmente como “el dueño”) detenta casi o más del 50% tienen una estructura directorial de este tipo. Esta mayor o menor diversificación de las formas de propiedad da lugar a verdaderas batallas en los directorios e, incluso, a la aparición de fulanos que son capaces de chantajear a grandes magnates con la sola amenaza de boicotear una reunión y hacer públicas informaciones inconvenientes, como sucede con los sokaiya japoneses. Esta situación, que no es la que el público imagina (se supone que una empresa tiene un dueño), da lugar a hechos de lo más extraños, como que el propio fundador de la empresa sea expulsado de su directorio, como ocurrió con Steve Job, de Apple (lo que parece que le dio tiempo para fundar otra empresa, Pixar, y hacer “dibujitos” geniales como Toy Story I y II). También ha alimentado ilusiones acerca del poder de los “gerentes” y de la menor importancia de la “propiedad”, algo que discutiremos más adelante. Lo cierto es que acá no termina, sino que empieza la estructura jerárquica. El que normalmente preside el directorio es el responsable mayor, el CEO, el número 1 de la empresa, secundado por un selecto grupo de gerentes de los cuales dependen funciones específicas (finanzas, ventas, relaciones públicas, producto, investigaciones, etcétera), que tienen bajo su mando porciones enteras de la empresa. Si es, como sucede con el grupo que venimos estudiando, una empresa multinacional, normalmente hay jefaturas regionales (la “división Europa” o “América Latina” o “Asia-Pacífico”, etcétera) y seguramente por países (al menos para los grandes y medianos). Como ya se habrá dado cuenta el lector, esto varía mucho de empresa a empresa. A medida que se desciende en la escala las funciones se especifican aún más, dando lugar a gerencias cada vez más localizadas, de “fidelización”, por ejemplo. ¿Qué es esa palabra tan horrible? Elemental, como en realidad nunca dijo el drogadicto Sherlock Holmes (era drogadicto, sí; vea, si no, la aventura del “tres cuartos desaparecido” en Sherlock Holmes no ha muerto, o también, El signo de los cuatro). Elemental, digo, porque viene de “fiel”: “fidelizar” es hacer “fiel” a un cliente. ¿Qué tal? Y usted que pensaba que era crear adictos a la Revolución Cubana. Y esa actividad, lógicamente, necesita de un encargado, un gerente. Y así seguimos hacia abajo, hacia los “gerentitos” encargados de pequeños negocios, “gerente de cuenta” (un ejemplo bancario), de planta (fabril), de local (ventas), etcétera. Poco a poco nos vamos acercando al más pobre funcionario del capital, aquél que está ahí cara a cara con los obreros (el capataz, como se decía antes) o que maneja la plétora de empleados administrativos (desde contadores, a secretarias y cadetes). Hay algunos empleados, como las secretarias, que se distribuyen a lo largo de toda la jerarquía; desde la pobre infeliz —casi siempre medio histérica a fuerza de atender llamadas—, hasta la “secretaria ejecutiva”, que según las películas americanas aspira siempre a casarse con un pez gordo. El tamaño de esta estructura, en su mayor parte destinada a garantizar el poder de la propiedad, puede llegar a proporciones titánicas; lo que provoca, vuelta a vuelta, purgas de proporciones cuasi genocidas, con expulsión de miles y miles de gerentes y personal administrativo: durante los años 80, las 500 empresas industriales del índice Fortune despidieron 3,2 millones de empleados. En especial, las grandes fusiones de empresas dan lugar a despidos en masa en el seno de la estructura de mando. Como veremos más adelante, esas reestructuraciones tienen una función política siempre, porque una nueva conducción imprime nuevas orientaciones que atacan posiciones en el seno de la estructura burocrática, lo que no deja de generar resistencias, porque cada burócrata tiene sus propios intereses. Eliminar esas resistencias es la única forma de poner en práctica las nuevas orientaciones. A ese miserable jueguito con codos y susurros a las espaldas se lo suele llamar “política” en la empresa. Cualquier película yanqui puede ilustrar sobre esto, pero puede ver Acoso sexual si quiere fantasear con que alguna Demi Moore vernácula lo persiga con ánimo non sancto. Por la misma magnitud de lo que ponen en juego, las grandes empresas no juegan a los dados con su propio universo. Todo lo contrario, son los entes de planificación privada más enormes que jamás hayan existido, lo que significa muchas cosas. En primer lugar, que malgrado el odio que despierta el comunismo en los capitalistas, la planificación de cada actividad es una pasión que persigue a toda empresa no importa lo que haga. Y esa pasión crece a medida que crece el tamaño de los capitales puestos en juego. La preparación de un nuevo modelo de automóvil (no de la variación anual de un modelo establecido) puede llevar años, dependiendo de cuán revolucionario sea. Desde detectar las nuevas tendencias estéticas del mercado y espiar los planes de la competencia, hasta lograr una forma que logre incorporar los avances tecnológicos. Y todavía falta el diagrama constructivo: cómo se va a hacer el nuevo automóvil, qué mano de obra demandará, las herramientas, etcétera. Como veremos, la planificación detallada de cada movimiento de cada obrero lleva a la empresa a enormes estudios y cálculos sobre gastos y tiempos. Y aún resta incorporar a los contratistas y proveedores, es decir, a aquellos que hacen partes del vehículo y que deben reacondicionar todo su funcionamiento a los requerimientos de la armadora (lo que conocemos como “fábrica de autos”). Habrá que buscar una línea de comercialización acorde, una imagen que comulgue con las características reales o ficticias del modelo y que lo ligue al segmento del mercado al que va dirigido. También habrá que preocuparse por planes de financiación, sistemas de garantías y ofertas y problemas minúsculos de todo tipo (como la disposición de los repuestos de cada uno de los centenares de aparatitos que lleva el vehículo). Reproduzcamos todo este movimiento por cada una de las empresas que participa en la fabricación de un automóvil y tendremos una primera idea de cuánto se necesita preparar y tener a punto antes de que el vehículo salga a la calle. Pero hoy día la fabricación de un automóvil es un hecho mundial: cada parte se hace en un lugar distinto del planeta, de modo que la planificación se transforma en un problema geográfico, geo-estratégico. Unir en tiempo y forma cada componente resulta ser, entonces, un problema de logística planetaria. La sincronización se vuelve una manía; la coordinación, una locura permanente. Y, a pesar de todo este esfuerzo, puede fracasar. La historia de la General Motors durante los años 80 es un ejemplo de este tipo de esfuerzos inútiles, sobre todo su súper modelo híper automatizado de fábrica, la Hamtramck. General Motors deseaba eliminar los problemas de calidad con sus modelos de Cadillacs. Levantó una fábrica nueva en un lugar llamado Poletown que, como su nombre puede indicarlo (yo no me di cuenta), quiere decir “Villa Polaca”. La cosa ya empezó mal porque GM desplazó a los habitantes y, aunque parece que les pagó bien, generó un escándalo de publicidad adversa. Centenares de robots para hacer de todo (pintar, colocar vidrios, soldar, etcétera.) dieron como resultado un desastre económico, con innumerables detenciones en la línea de montaje (cada segundo de detención de la línea significa una pérdida de 200 dólares). Para colmo, los autos (Eldorado y Seville) resultaron chicos y caros, y de figurar entre los más rentables de la compañía, pasaron a ser fuente de pérdidas enormes. Un desastre, todo mal. Supongamos, sin embargo, que el modelo resulta un éxito y que todo salió bien o que se han corregido los errores sobre la marcha. Aún no terminan los problemas de planificación de una gran empresa. Ninguna armadora mundial (las únicas que quedan) aspira a vender menos de dos o tres millones de autos al año, sumando todos sus modelos. Y un modelo exitoso, como el Corolla, de Toyota; el Golf ,de Volkswagen; o el Focus, de Ford, debe sobrepasar lejos el millón de unidades vendidas antes de salir del mercado. El negocio automotriz no es, como se ve, uno de hoy para mañana. De modo que todo debe planificarse con cuidado a lo largo de los años en que el modelo se mantenga en línea, en especial porque la competencia no se quedará quieta. Y toda esta actividad constante debe estar preparada para los cambios del mercado, las crisis, etcétera. Podríamos estar horas contando detalles de las gigantescas magnitudes de planificación que se necesitan para hacer un auto. Imagínese el lector ahora al conjunto de los fabricantes de automóviles y tendrá una vaga idea de lo que queremos decir con que los capitalistas “planifican”. Multiplíquelo por la cantidad de bienes que se producen a gran escala (casi todo) y tendrá (si puede sacar la cuenta) una idea más aproximada de la montaña de “planificación” que han erigido los capitalistas. Y, a pesar de todo, el capitalismo como sistema, funciona mal. Muy mal. Ya veremos por qué. Para mantener la empresa en marcha es necesario garantizar que la plusvalía fluya desde la base. Como eso no es algo que se obtenga fácilmente ni por la voluntad feliz de los explotados, las grandes empresas actuales (es decir, muy grandes, multinacionales, ejes de la producción mundial, burocráticas y planificadoras) han desarrollado al máximo el despotismo que caracteriza a toda empresa capitalista, no importa su tamaño. Despotismo es una palabra que puede sonar raro en una sociedad que, como la nuestra (o de ellos, mejor dicho), hace gala de democracia y libertad. Palabras que, ciertamente, le quedan grandes. Pero una estructura, tal como una empresa capitalista, depende de que todo esté en su lugar y a tiempo. ¿Eso requiere “despotismo”? No, no necesariamente; no en un sentido universal. Sí, por supuesto, en una empresa capitalista. Porque lo que caracteriza a una entidad como ésa es la extracción de plusvalía a productores sometidos. La “gente” no está allí ante su máquina o su torno por su voluntad. Lo hace contra su voluntad. Pero como esto es válido sólo para los obreros, volveremos por ello más adelante. ¿Qué tal, entonces, para el personal gerencial? Distingamos “personal gerencial” de “empleado administrativo”. Aunque algún bancario se me enoje, son tan obreros como el que más. Cuando decimos personal “gerencial” hablamos de aquellos que tienen como funciones “gerenciar” el capital. Lo que quiere decir que tienen que hacer “cosas” que debiera hacer el dueño, por aquello de que “el ojo del amo engorda el ganado”. ¿Y por qué no lo hace el dueño? Compañero, ¿esa pregunta a esta altura? Debiendo actuar como dueño sin serlo, hay que convencerlo de que de alguna manera lo es. De allí todo un sistema extremadamente codificado de “distinciones”, grados, jerarquías y premios. El “salario” de un gerente de los grandes no tiene nada que ver con algo parecido al valor de su fuerza de trabajo, sino con la “fidelidad” a la empresa, es decir, la pasión con la cual abrazará un objetivo ajeno: extraer plusvalía para el capital. Así, los grandes gerentes (y los no tan grandes) son “incentivados” con premios que van desde la participación en acciones y ganancias, hasta prebendas tales como viajes (en Business Class, claro), autos (último modelo, ¿qué se cree?) o prostitutas (obviamente, las llaman “acompañantes” o escorts). Ahora bien, esto es sólo una parte de la historia. Porque la contracara es la exigencia y las obligaciones. Y aquí vuelve la cuestión del despotismo que se ejerce sobre todos los miembros de la gerencia, en especial cuanto más abajo se está en la escala. Y la tiranía puede ser terrible: larguísimas horas, dedicación total (o full time, que parece sonar mejor y es la misma porquería) y humillaciones de todo tipo. Los empleados y gerentes de IBM cantaban canciones de alabanza al fundador de la empresa: “ese hombre entre los hombres”, según reza una de ellas. Watson padre, de él estamos hablando, llegó a encargar a su hijo una “sinfonía IBM”. Eso no es nada. En las fábricas de Toyota, los directores de planta comen con los obreros y cada dos horas escuchan por altavoz la canción de la empresa. El gerente estrella de la General Motors, Iñaki López, tenía una ideología estilo “ninja”. A los 52 años se levantaba temprano (5 ó 6 de la mañana), corría, desayunaba con frutas y trabajaba 15 horas diarias. En las reuniones con subordinados no permitía el consumo de sustancias “tóxicas” (¿cocaína?, ¿marihuana?, ¿alcohol?, ¿cigarrillo? No, no, no: café, azúcar…). Sus dos hijas eran criadas por un cura en Estados Unidos. Prefería a los empleados flacos, porque un cuerpo obeso da por resultado un cerebro lento. Parece que “dieta” era una palabra que se tomaba muy en serio, porque logró bajar de la noche a la mañana el costo del Corsa en forma dramática. Pero eso no es nada. Encargado de las compras mundiales de GM, sometió a los proveedores a una verdadera dictadura que le valió, a él, varios apelativos (“Huracán López”, “Vlad, el Empalador” o “Iñaki, el Terrible”) y a la GM una lluvia de dólares. Puso a dieta, digamos, a una inmensa estructura, lo que implica un despotismo generalizado, hacia adentro y hacia fuera. Lo que lo hacía convincente es que, como vimos, aplicaba sus métodos a sí mismo. Cualquiera diría que sus “sacrificios” bien recompensados estaban, y que cualquier obrero de José C. Paz, La Matanza o el Gran Rosario hace mucho más que eso y apenas sobrevive. Y aunque tenga sus hijas en casa, no las ve nunca. Cierto, muy cierto. Pero se supone que uno tiene dinero para disfrutarlo, no que vive para conseguirlo. Pero así es el capitalismo: un sistema despótico destinado a la creación de ganancias. Y como la actividad dentro de la empresa tiende necesariamente a desbordarla, el despotismo interno tiende, también, a extenderse por el resto de la sociedad. Horarios, vacaciones, días dedescanso, posibilidades vitales de los trabajadores y sus hijos, todo termina subordinado a las necesidades de la empresa. El gran déspota, el hermano mayor, vigila dentro y fuera: un obrero de fast food no puede usar barba porque la empresa no se lo permite. Y la barba, se sabe, es algo que no crece ni decrece según horario. Cuando uno sube al subte., vaya la contradicción, en la mañana temprano, ve un montón de mujeres hermosas y bien vestidas que terminan de pintarse en el viaje. Coquetas, arregladas, impecables, faldas cortas, tacos altos, medias negras. ¿Vestidas para matar? No, para trabajar. O para conseguir empleo. La tiranía se expresa como “buena presencia”, lo que para las mujeres (las compañeras, quiero decir) significa algo así como “prostituta”; un objeto a disposición de la vista del patrón y de los clientes, quienes obtienen así un plus de “servicio”, el retintín erótico que produce observar a una mujer hermosa y vestida sugerentemente —y de paso olvidarse de las torturas de la cola del banco, del comercio o de lo que sea—. Todo eso tiene un nombre, que no es “buena presencia” sino explotación. Igual que la sonrisa obligada de los “empleados que atienden al público”, o el culo parado a fuerza de calzas apretadas de las empleadas de estaciones de servicio son el resultado del despotismo del capital. Más adelante veremos que la manifestación más importante de este despotismo culmina con el dominio completo de la vida de sus empleados por los requerimientos de las empresas. No por casualidad la Royal Militar Academy de Sandhurst, donde se entrena a los jefes del ejército británico, da cursos de liderazgo para empresarios. Lo que no sorprende, dado que su lema es “hechos para mandar”. Y que una empresa capitalista es lo más parecido a un ejército, ya no hace falta decirlo. La fuerza es la carta de ciudadanía de las bestias. Y tamaño es fuerza, sobre todo, fuerza política. De modo que estas grandes multinacionales, ejes de la producción mundial, burocráticas y planificadoras déspotas, son también las ciudadanas exclusivas del mundo. Como veremos (sí, ya sé, dice el atribulado lector) más adelante, la democracia capitalista incluye sólo a un número muy reducido de ciudadanos. Unos 200 ó 300 en todo el mundo. Digo esto, exagerando un poco (pero sólo un poco) tal vez, porque si ser “ciudadano” es sinónimo de derecho a participar en las decisiones políticas reales, estos señores son los verdaderos ciudadanos del mundo (capitalista). Los argentinos sabemos bastante de esto: 7 u 8 millones de “ciudadanos” votaron “revolución productiva” y “salariazo” en la persona de Carlos Menem. Quien apenas llegado al sillón de Rivadavia aplicó un programa que poco tenía que ver con cuestiones por el estilo y que pasó a la posteridad como “plan BB”, por su creador, la multinacional Bunge y Born. De modo que el voto fuera de hora y de cualquier formalidad, de un reducido grupo de capitalistas que se pueden contar con los dedos de una mano, pudo más que 7 u 8 millones de personas. ¿Chile quiso ser socialista? Ahí tienen a la ITT complotando con la CIA contra Allende. Ah, ¡pero son países del Tercer Mundo! ¿Seguro? ¿Se anima a decir quién mató a Kennedy? Oliver Stone arriesga una respuesta, en una película que transforma a un imperialista convencido en un pobre pacifista: el complejo militarindustrial. ¿No le cree? No importa; las películas sobre empresas que extorsionan gobiernos cometen todo tipo de actos ilegales y nunca son siquiera investigadas, se han transformado en un género cinematográfico en sí mismo (al final del capítulo le recomiendo varias). Cuesta creer que se trate sólo de un fantasma. Hace poco, un “salario” desató una polémica en EE.UU. Parece ser que en dos meses de trabajo para el Citigroup, James Rubin ganó unos 21 millones de dólares. El Citigroup no es más que la firma controlante de nuestro conocido Citibank y la corporación financiera más grande de Estados Unidos. Y el fulano en cuestión era, ni más ni menos, que el número dos de la economía mundial. Rubin acompañó al ministro de economía del mundo, Alan Greenspan, en la Reserva Federal, y es considerado co-responsable de los años de bonanza de la administración Clinton, una de las más “exitosas” de la historia estadounidense. Según el Washington Post, citado por Ámbito Financiero, “todo lo que Rubin tiene para hacer en el Citigroup es ocupar la butaca de presidente del Comité Ejecutivo y ser miembro de la oficina de la presidencia”. En realidad, las tareas reales recaen en John Reed (a quien Di Tella, ministro de Menem, sugirió colocar como negociador de la deuda externa argentina). ¿Hace falta que le explique algo? Esto, en lenguaje marxista, se llama “teoría instrumental del Estado” (después se lo cuento). Ser ciudadano significa tener capacidad de decisión sobre problemas reales e importantes. ¿Usted todavía se siente ciudadano? Piense entonces en las consultoras que le ponen “nota” a cada país y determinan de esa manera si recibe créditos y a qué tasa o no (y, por lo tanto, si usted pierde su empleo o no). O recuerde el nazismo y trate de pensar qué lo une con las modernas escaleras mecánicas de los subterráneos de Buenos Aires. O revise ejemplares de revistas “del corazón y la farándula” en la Argentina del Proceso, y verá a muchos señores empresarios que participaban de las grandes decisiones “nacionales” con el asesino de turno, es decir, que habían logrado el milagro de seguir siendo “ciudadanos” en una sociedad gobernada por el despotismo más sangriento de su historia. Es que ellos son los que realmente mandan, con gobiernos “democráticos” o dictatoriales: son los únicos que tienen ciudadanía plena, aquí y en cualquier parte del mundo. Después de todo esto, debería quedar claro por qué afirmamos que, a pesar de ser burgueses, no nos interesan ni el “maxikiosco” de la esquina ni el supermercado de coreanos de “acá a la vuelta”. Ni siquiera los pequeños y medianos productores industriales y agropecuarios. Todos tienen algún grado de subordinación con el gran capital (lo que no los transforma en socialistas). La historia no pasa por ellos. La vida de la humanidad presente está en manos de ese reducido grupo de 200 ó 300 grandes, déspotas, burocráticas y planificadoras ciudadanas exclusivas, que son el soporte material de la cúpula dominante, esa clase que llamamos burguesía.
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